El programa como bandera

El 20 de junio se conmemora el llamado Día de la Bandera. Como cada año, la burguesía argentina celebra un símbolo que expresa su soberanía y propiedad sobre los recursos materiales de la nación: tierras, ganado, grano, soja... Incluso como buena insignia patria, también sirve para sellar un vínculo con la clase obrera, reforzando la conciencia nacional de las masas y permitiendo consolidar un lazo de hegemonía y dominación de clase. Sin embargo, su naturaleza social y la de su “creador” siempre se nos aparecen escondidas. Y es que la bandera es la construcción simbólica de un proceso que fue gestado y desarrollado por vías no deseadas para estos tiempos que corren. En efecto, cuando se trata de hablar de Belgrano y del proceso que lo llevó al lugar que ocupa en el panteón nacional, su figura aparece edulcorada o mal comprendida. Vamos a intentar echar un poco de luz sobre estos problemas para definir cuál fue entonces su importancia.
Intelectual y burgués
Cualquier búsqueda sobre Belgrano nos lleva rápidamente a su carácter intelectual. Hablamos de un Belgrano “economista, abogado, periodista” y siguen las profesiones… Sin embargo, todas las definiciones están planteadas según su forma y no por el contenido real de su actividad. Belgrano no fue un intelectual más, sencillamente porque en todo contexto social, la mayoría de los intelectuales reproduce ideas dominantes. Belgrano fue un intelectual revolucionario y ello se explica por el contenido de un programa, por la dirección a la que conduce cada uno de sus planteos, por su caracterización de los problemas y las soluciones propuestas. En otras palabras, Belgrano fue uno de los cuadros más importantes de la Revolución del Río de la Plata. En efecto, toda revolución requiere un elemento intelectual y elaboraciones programáticas precisas. Todo partido necesita capitanes formados que comprendan su lugar en la lucha de clases. Y los partidos que construía la burguesía del Río de la Plata no fueron la excepción.
Una mirada integral sobre sus producciones en el Correo de Comercio, periódico surgido al calor del desarrollo de la crisis política (marzo de 1810) y en coautoría con Hipólito Vieytes, permite dar un panorama del plano de las ideas y las transformaciones propuestas en el terreno social (Harari, 2009; 296). El periódico tenía una salida semanal y brindaba datos necesarios para cualquier transacción mercantil. Y como es de suponer, dado el contexto, no podía escapar del acto de la censura, al menos en sus meses iniciales. ¿Qué encontramos allí? En primer lugar, una defensa del librecambio y una condena del monopolio y el mercantilismo español:
“Los precios de todas las especies vendibles se arreglan por sí mismos en todas partes, siguiendo con ello la regla de la demanda efectiva, o lo que es lo mismo, según la mayor o menor copia de compradores y como fruto alguno se arregla por sí mismo más fácil y exactamente que el oro y la plata, por ser de más fácil transporte a los mercados, a causa de su poco volumen y su gran valor, es indudable que sería inmediatamente transportado de una plaza a otra, luego que por su abundancia en la una abaratase y encareciese por su escasez en la otra” (Correo de Comercio, tomo I, 9).
Como se ve, Belgrano aspira al ideal de la mano invisible del mercado que regula los precios y las transacciones. En otras palabras, liberalismo económico de la economía política clásica. No es casual que sea Belgrano autor de este escrito: se trata de un protagonista de las discusiones que permitieron disputar a la fracción monopolista la conducción del Consulado. En ese sentido, para Belgrano, la política mercantilista de los Estados (es decir, la de España) supuso la imposición de “las más severas prohibiciones” a la exportación de oro y plata, y la carga de “gravísimos derechos” (Correo de Comercio, tomo I, 5).
Belgrano apostaba entonces al desarrollo del comercio interior, “pues con él es que se da vida a todos los ramos del trabajo de los hombres (…) caminos, puentes, navegación de los ríos, canales, posadas, cómodas, postas, diligencias y otros tantos medios son los objetos de los gobiernos ilustrados, casi con el fin único de proporcionar al comercio interior todos los medios de que se ejecute sin dificultades ni tropiezos” (Correo de Comercio, tomo I, 115). Estamos ante una auténtica definición de un régimen de libre circulación de mercancías, es decir, un mercado nacional. Tanto Belgrano como Vieytes pensaban en espacios unificados, comunicados y prósperos para el desarrollo comercial.
¿Qué había que hacer con los medios de producción? Ya bajo el gobierno de la Junta Provisional, el Correo de Comercio proponía la apropiación privada de tierras por parte de los “labradores”. Ya ahondaremos en estos últimos. Comencemos, sin embargo, por atender a su propuesta:
“Era pues de parecer que podría adoptarse el sistema de enajenar los terrenos realengos, ya ocupados por moderada composición, precedidas las diligencias judiciales de posesión, deslinde y avalúo según su más o menos bondad natural, la de sus pastos, montes y aguas perennes y temporales” (Correo de Comercio, tomo I, 148).
Es decir, Belgrano proponía lisa y llanamente expropiar al Rey. Es evidente que como todo hombre del gobierno, apostaba a una política coherente con la expulsión de las autoridades metropolitanas y virreinales. Ahora bien, muchos creen encontrar aquí a un Belgrano “farmer” que impulsaba una sociedad de pequeños productores y denostaba la gran producción. No podrían estar más equivocados:
“el hacendado que posee 200 leguas cúbicas, de ocuparlas sus ganados no parece justo reducirlo a 48 (…) [porque] es de necesidad que aniquile o enajene las tres cuartas partes del patrimonio que mantenía en las 152 que le desmembran. Entonces, desaparecerá un fondo real antes era rico y opulento, y un campo, pingüe por la numerosidad de sus ganados, se reducirá a yermo y baldío” (Correo de Comercio, tomo I, 145).
Es decir, el buen burgués debía estar habilitado para acaparar lo necesario para una ganadería extensiva en gran escala. De ello se desprende que el problema era en realidad,el latifundio, es decir, las tierras que se mantenían improductivas. Por ejemplo, las de la Iglesia y las de la Corona, dos grandes rentistas. Sin embargo, el problema no se agotaba allí. Belgrano también despreciaba a los pequeños productores “inviables”:
“Los campos que ocupan multitud de hombres con el nombre de labradores, debe ser la atención del gobierno: estos individuos, que apenas pueden juntar cuatro palos y otros tantos cueros o pajas con que forman una choza, sin más auxilios ni instrumentos de labranza, ocupando el lugar que debían tener los granos, son no sólo devastadores de los pastos, sino también destruidores de aquellos que legítimamente deben tener el nombre de tales. Por dos principales causas: una que pudiendo servir de peones a los en realidad labradores y hombres benéficos de los pueblos, le distraen a muchos, que agregan y los llaman a una vida ociosa y decidiosa […] Otra que estos mismos que ocupan con sus chozas campos más a propósito para las siembras, mantienen una tropilla de caballos que más les sirven para vaguear, que para provecho y también, a veces una manada de yeguas. Sirven estas para destruir las sementeras y tener a los labradores en una continua vela” (Correo de Comercio, tomo I, 179)
Como se ve, Belgrano discriminaba entre los que “se dicen labradores” y los que efectivamente lo eran. ¿Pero cómo podía distinguir entre uno y otro? Su criterio era sencillo: por su capacidad de contratar peones. O sea, para ser un verdadero “labrador” había que ser burgués. Pequeño o mediano. Pero burgués al fin. ¿Y qué pasaba si algunos no tenían los recursos necesarios para contratar peones pero podían ilegalmente acceder a una pequeña porción de tierra? ¿Cuál era la propuesta de Belgrano para ellos? La respuesta puede parecer antipática pero es la típica de los capitalistas: convertirlos en obreros rurales. Y si la receta de la proletarización no alcanzaba, siempre quedaba obligarlos a ocupar las tierras de la frontera “para que allí a la vista de los jueces o comandantes tengan quien les ponga arreglo” (Correo de Comercio, tomo I, 184). Es decir, tenían que ser trasladados a terrenos que nadie quería ocupar -al menos en lo inmediato- y donde solo se llevaba al descarte de la sociedad. En otras palabras, debían servir de barrera humana a los peligros fronterizos. Y no solo eso: Belgrano y compañía exigían además mayores controles sobre la mano de obra, “hasta que se les ponga a estos en estado de sumisión” (Correo de Comercio, tomo I, 181). Así proponía medidas para arreglar los campos: evitar el robo de ganado, controlar los caminos, inspeccionar pulperías, extinguir el juego del pato (por dañar las sementeras)… Se trata de toda una receta que debía estar en la agenda del naciente Estado burgués.
Como vemos, el programa revolucionario de Belgrano era claro: una sociedad capitalista, con comercio libre, con un mercado nacional, con propiedad privada y con una clase obrera sin más pertenencias que su fuerza de trabajo. Un programa de ese tipo no podía sino beneficiar a la pujante burguesía rioplatense, de la cual Belgrano formaba parte. En efecto, Belgrano era hijo de Don Domingo Belgrano Pérez quien, si bien hizo negocios con el comercio monopolista, se encontraba fundamentalmente atado a la producción agraria. Don Domingo tenia tierras en Arrecifes, Santa Fe, San Isidro, en la desembocadura del Río las Conchas y en la Banda Oriental (Harari, 2009: 126). Se trata de un gran productor de vacas y cueros. Como se ve, para cumplir con esta receta capitalista, había que dirigir la sociedad. Al servicio de esa tarea puso Belgrano sus esfuerzos intelectuales y materiales.
Un hombre de la Revolución
Varias lecturas atribuyen a Belgrano un “amor” por el “orden” y cierto conservadurismo. Para eso se amparan en sus negociaciones con Carlota Joaquina de Borbón, su política de desarticular organismos milicianos, su férrea disciplina militar, entre otros elementos. Tomemos todos ellos y reconstruyamos su trayectoria.
¿Qué hizo Belgrano en el terreno práctico por la Revolución? Tras negarse a prestar juramento al rey de Inglaterra, Belgrano escapó a la capilla de Mercedes, sobre la banda septentrional del Río de la Plata. Una vez de regreso, formó parte de la dirección del Cuerpo de Patricios, en el que dio sus primeros pasos con las armas. Desde allí, ocuparía un rol como jefe militar y luego participaría de los hechos más importantes en los enfrentamientos dentro de una sociedad convulsionada.
Para septiembre de 1808, junto con otro grupo de revolucionarios (Moreno, Paso, Vieytes, Castelli, Beruti, Rodríguez Peña), Belgrano participó de gestiones con Carlota Joaquina de Borbón – hermana de Fernando VII- y el Príncipe portugués, recién instalados en Brasil. La idea era ofrecer un protectorado a la princesa, aspirando a terminar con “la calidad de colonia”: el objetivo era entonces promover “la ilustración, la educación, civilización y perfección de costumbres”, dar “energía a la industria y al comercio”, extinguir “las opresiones, las usurpaciones y dilapidaciones de las rentas, y un mil de males que dependen del poder que merced a la distancia del trono español se han podido apropiar” (Mayo Documental, tomo III, 104). Lo que estaba en juego era una táctica para encubrir una ruptura con las autoridades metropolitanas y construir las bases del capitalismo, en un contexto en el que Liniers y el Cabildo juraban lealtad a la Junta Central de Sevilla y los partidarios de la Revolución no concentraban aún todas sus fuerzas. Según el diagnóstico de Belgrano, la situación coyuntural contrariaba los planes de independencia:
“Llegó en aquella sazón el desnaturalizado Goyeneche: despertó a Liniers, despertaron los españoles y todos los jefes de las provincias: se adormecieron los jefes americanos, y nuevas cadenas se intentaron echarnos (…) Entonces fue, que no viendo yo un asomo de que se pensara en constituirnos, y sí a los americanos prestando una obediencia injusta a unos hombres que por ningún derecho debían mandarlos, traté de buscar los auspicios de la infanta Carlota, y de formar un partido a su favor, oponiéndome a los tiros de los déspotas que celaban con el mayor anhelo para no perder sus mandos; y lo que es más, para conservar la América dependiente de la España, aunque Napoleón la dominara pues a ellos les interesaba poco o nada ya sea Borbón, Napoleón u otro cualquiera, si la América era colonia de la España.” (Belgrano, 1814)
A su vez, como expresaba Belgrano con un lenguaje legitimista en correspondencia del 13 de octubre a Contucci –agente de Carlota-, había que desbaratar las posibles intentonas de golpes contrarrevolucionarios del Cabildo, como el que acontecería el 1º de Enero contra Liniers y que Belgrano ya podía intuir. Para ello, había que implementar el arte del buen diplomático, mentir: "Hay peligro en la dilación (…) tememos que corra la sangre de nuestros hermanos, una rivalidad mal entendida y una vana presunción de dar existencia a un proyecto de independencia demócrata” (Rosa, 1972). En efecto, para combatir a Álzaga y a su política de restablecer el orden político mediante una junta reaccionaria, había que llamarlos “republicanos” y “demócratas”. Y los revolucionarios, por otra parte, debían manifestarse como partidarios de la tradición Real y endulzar el oído de la Infanta. Por otro lado, el manto de “legitimidad” que cubría el principio de ruptura con la metrópoli era una carta necesaria: cualquier conflicto con España podía forzar a Gran Bretaña a la guerra. Para esa altura, los revolucionarios disponían de información poco clara sobre la política británica por lo que había que manejarse con cuidado.
El problema entonces no era la falta de orden, sino generar las mejores condiciones para una política secesionista y capitalista. Se equivocan, por otra parte, los que suponen que este plan respondía a intereses ministeriales británicos por el apoyo del oficial naval Sidney Smith. Varios dolores de cabeza le produjo al embajador en Río, Lord Strangford, quien poseía Instrucciones directas de Canning: impedir el conflicto con España y mantener un equilibrio. Incluso el propio Smith fue relevado luego del episodio. La suerte, sin embargo, fue contraria a lo esperado: Carlota prefirió desistir del apoyo revolucionario, entregó a un emisario destinado a contactar con ellos y terminó ignorando la correspondencia de Belgrano. Sin embargo, la táctica ya expresaba una línea: los revolucionarios negociaban con todos, tratando de gestar las condiciones para la Revolución.
Luego de participar de la constitución de la Junta Provisional de Gobierno, Belgrano reasumiría como jefe militar, inicialmente en la expedición auxiliadora al Paraguay. Allí mostraba su fuerte preocupación por el problema de la disciplina. Ello lo llevaba a aplicar la justicia sumaria sobre los desertores. En efecto, Belgrano no quería repetir la falta de estructuración que criticaba de las milicias de 1806. De hecho, a fines de 1811, ejecutó las órdenes de cortar las trenzas de los regimientos de los Patricios, que luego se amotinaron contra las autoridades. Era un acto que atentaba contra los privilegios milicianos y que apuntaba a desarticular la base de la tendencia saavedrista. Como buen morenista, manifestaba la preocupación de poner en pie una construcción militar profesional. Belgrano no respondía tanto a la base miliciana que sostuvo al partido en 1810, ni a sus reclamos sino a las urgencias de la Revolución (burguesa, claro) según el programa morenista: vencer a la contrarrevolución, conquistar un territorio amplio (en particular, el Alto Perú) y construir un Estado nacional centralizado. Para ello, se necesitaban inevitablemente cuerpos preparados. A tales efectos, su política constituía una alternativa de construcción del frente revolucionario. Podemos discutir si era la más efectiva para sellar alianzas entre las diferentes clases de Buenos Aires, que reclamaban mantener sus derechos milicianos, pero no el carácter de su objetivo final.
No vamos a ahondar en mayores detalles de su rol militar porque el lector seguramente ya los conozca. Puede que Belgrano no haya lucido en su intervención durante las invasiones inglesas, o que haya sido derrotado en algunas batallas que dejaron a Buenos Aires y las Provincias sin el control del Paraguay y del Alto Perú. Al respecto, el propio Belgrano admitía su inexperiencia en el asunto. Sin embargo, hay que ser cuidadosos: cualquier diagnóstico lapidario que contenga la palabra “fracaso” pone en evidencia al mal observador. Primero, por voluntarista: en la Revolución no se puede hacer todo lo que la clase revolucionaria quisiera. Segundo, por el desprecio al conocimiento científico de la realidad: los problemas materiales que apremiaban a la Revolución burguesa para extender y controlar una cantidad tan vasta de territorio como el viejo Virreinato, eran difícilmente reversibles en el temprano siglo XIX. Pensemos solamente que toda la población del Virreinato –incluyendo el Alto Perú- contabilizaba a 420 mil habitantes dispersos en un territorio de 5 millones km2. Los pueblos se encontraban apenas conectados por caminos largos e intransitables. Para 1840, tomaba tres meses llegar de Buenos Aires a Salta. Y eso era lo de menos: había que cuidarse de las temporadas de lluvias, huracanes, tormentas de polvo, sequías. Había caminos empantanados, tanto como ríos y arroyos sin puentes, a los que solo se podía bajar si la corriente no era muy intensa. Por si eso fuera poco, había que protegerse de los asaltos y reparar las carretas en muchas ocasiones. Como se ve, la Revolución debía entonces dirigir batallas con costos monetarios exorbitantes, en territorios difícilmente controlables y en los que debía lograr tejer una alianza social. Pero dichas alianzas siempre fueron débiles, sobre todo si consideramos que todas ellas necesitaban sellarse con más dinero. Podemos decir que Buenos Aires contaba con recursos pero no los necesarios para una empresa semejante. Los límites de la expansión militar (en particular, al Alto Perú) eran los límites generales de la burguesía, que podía financiar ejércitos, ganar batallas, pero no necesariamente controlar territorios lejanos de una manera centralizada.
Vulnerar la legalidad
Ni amante del orden, ni conservador. Belgrano era un hombre de la Revolución. No se debía a la base de la milicia sino al programa revolucionario (y morenista) de su propia clase. No negociaba con Carlota por miedo a la “anarquía” de las masas sino porque la conducción de la sociedad corría riesgo de quedar en manos de la contrarrevolución. No protegía el orden feudal, al contrario, pretendía vulnerarlo. No pensaba problemas sobre el funcionamiento de la sociedad por placer, sino por necesidad: la necesidad de una clase por construir un mundo hecho a medida. Una necesidad que hoy, cuando el mundo burgués ya es un hecho, interpela a nuevos constructores y sus banderas rojas.
Juan Flores
(Razón y Revolución
Centro de Estudios e Investigaciones en Ciencias Sociales
Grupo de Investigación de la Revolución Burguesa)
Bibliografía Utilizada:
Goldman, N. (comp.) (2005). Nueva Historia Argentina: Revolución, República y Confederación. Buenos Aires: Editorial Sudamericana
Halperin Donghi, T. (1972). Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla. Buenos Aires: Siglo XXI
Harari, Fabián (2009). Hacendados en armas. El Cuerpo de Patricios, de las invasiones inglesas a la Revolución (1806-1810). Buenos Aires: Ediciones RyR
Muiño, O. (2011), Buenos Aires, la colonia de nadie. Buenos Aires: Eudeba-Universidad de Buenos Aires
Puiggrós, R.(1972) [1942], Los caudillos de la Revolución de Mayo, Buenos Aires: Editorial contrapunto
Rosa, José Maria (1972). Historia Argentina. Buenos Aires: Editorial Oriente.