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Principios de Soberanía en la Modernidad

Para dar una definición clara de “soberanía” partiré de la definición de Bodin sobre dicho concepto. A partir de esta síntesis, y de sus interpretaciones historiográficas (Foisneau y Bonney), analizaré la aplicación concreta del principio de “soberanía” en los casos de Francia y de las Provincias Unidas en la Edad Moderna.


En primer lugar y siguiendo a Foisneau, cabe distinguir el concepto de “soberanía” y el de “razón de Estado”. Esta última refiere, según el lenguaje de la época, al arte de gobernar, es decir, al ejercicio concreto de gobierno. En términos de Botero, sería “el conocimiento de los medios adecuados para fundar, mantener y agrandar un estado”, definido el Estado como propiedad de alguien y en ese sentido opuesto a la República (res pública o cosa pública; “el arte del buen gobierno de las ciudades”). En cambio, el concepto de “soberanía” no refiere a la forma que adquiere en la práctica, es decir, a la forma de un estado concreto, sino a un principio “filosófico” más general: a la “capacidad del poder supremo, cualquiera sea la forma que adopte, de imponer la ley en una comunidad, reforzando así su unidad política.” Soberanía sería, en otros términos, la capacidad de dominación de un Estado; su autoridad legítima que, justamente por su legitimidad, es indiscutida por quienes están debajo de ella.


Tomemos directamente la definición de Bodin (“La soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república.”) para luego desarmarla en busca de una comprensión más profunda. Primero, cuando Bodin menciona “el poder” hace referencia al dominio de la ley. El primer atributo de la soberanía es “poder dar leyes a todos los súbditos en general y a cada uno en particular” y de él derivan todos los demás derechos de soberanía, como hacer la guerra, instituir oficiales principales o a “amonedar”.


Segundo, dicho poder es “absoluto” porque viene de la ley de Dios y la ley natural, y por ende, es superior a la ley humana y a la virtud de un individuo en particular. En otros términos, el soberano es la imagen de Dios en la Tierra y está liberado de cualquier ley humana (es legibus solutus). Pero además es absoluto porque debe ser acotado sin cuestionamiento o resistencia de los súbditos, justamente por este proceder divino de su fundamento que obliga a los súbditos a obedecer (El príncipe da las leyes “sin consentimiento de superior, igual o inferior”). La majestad de un soberano reside y se engrandece en el reconocimiento de todo su pueblo como tal. En ese sentido, “la soberanía no es limitada, ni en poder, ni en responsabilidad, ni en tiempo”. Pero justamente por esta procedencia de la ley de Dios es que lo “absoluto” de la soberanía en Bodin tiene límites: por un lado, “el príncipe soberano está obligado al cumplimiento de los contratos hechos por él” y por otro, no puede atentar contra la ley de Dios. Si lo hiciera, sostiene Bodin, ya no sería soberanía sino “tiranía”. Veremos que esta aparente falta de límites y el concepto de “absoluto” derivarán en la interpretación práctica del absolutismo.


Tercero y en último lugar, el poder es perpetuo porque es atemporal. Es decir, excede a la persona o personas concretas que lo detenten, se convierte en una institución en sí misma, y en ese sentido podemos relacionarlo con las leyes fundamentales de Bely (concretamente con la heredabilidad del cargo) o con la distinción que resalta Foisneau entre Estado y gobierno. Digamos que la definición de “soberanía” reside más en la función del Estado como tal que en la virtud de un príncipe en particular o en el “mero arte de gobernar”. Veremos que la aplicación de la conceptualización que hace Bodin sobre el término de “soberanía” tendrá implicancias muy distintas en las realidades políticas de la Edad Moderna. Es justamente esto lo que Bonney critica a los historiadores tradicionalistas, su incapacidad (o desinterés) en explicar “el proceso por medio del cual la soberanía se ejercía en la práctica.”


El autor compara la aplicación de la soberanía en los casos de España (concretamente de la dinastía Habsburgo) y de Francia, enfocándose en los concejos y funcionarios del rey. De esa manera, descubre que mientras en España la concepción de la soberanía era ascendente (es decir, emana del pueblo y es delegada al rey a través de las asambleas), en Francia la concepción es descendente (desciende, justamente, del rey hacia abajo, o si se quiere, de Dios al rey, para que el rey aplique directamente su poder sobre los súbditos que son necesariamente inferiores). Veremos que estos conceptos de soberanía pueden usarse para analizar los casos de los Países Bajos y de Francia en los siglos XVI y XVII.


Como primer caso, podemos analizar el absolutismo francés. Es claro, partiendo de Bodin, la concepción descendente del poder que desde lo teórico legitima el poder del soberano en este reino. Sin embargo, como dijimos anteriormente y como remarca Foisenau, la teoría de Bodin será tergiversada en la práctica para dar lugar al llamado “absolutismo” que no parte del mismo supuesto que Bodin define para “absoluto”. De hecho, no hay que olvidar que el término “absolutismo” aparece tras la Revolución Francesa “para designar el mal, un sistema de gobierno en el cual el poder del soberano se ejerce sin límite”, pero no existía como tal durante las monarquías llamadas absolutas.


Dijimos que para Bodin, “absoluto” significa que el soberano se hallaba por encima de cualquier otra persona y cercano a la ley de Dios. La reinterpretación práctica convirtió este término en una “razón de Estado”, es decir, como forma de gobernar. Es cierto que Bodin reconocía en la forma monárquica el mejor esquema de gobierno para adaptarse al principio de la indivisibilidad de la soberanía, pero no por ello sostenía que era la única forma. Pero los juristas posteriores –sostiene Foisneau- establecieron que el poder absoluto legitimaba el “intento de servir por cualquier medio, por todos los medios, a la “soberanía” del estado encarnada en el rey” e implicaba la capacidad del monarca de imponer su voluntad por encima de los derechos de sus súbditos. Así, mientras que Bodin pone el límite de lo “absoluto” en que, al emanar de la ley de Dios, las leyes del soberano deben ser “justas y honestas”, en la práctica absolutista esto pierde valor y se convierte en una justificación para que el monarca ejerza su poder sin límites. Además, la nueva concepción de lo “absoluto” pone el foco en el príncipe en particular y en su virtud como gobernante, alejándose del término más abstracto al que apelaba Bodin al hablar de “soberanía”.


Sin embargo, no es cierto que el poder de los monarcas absolutos haya carecido de límites. Desde una perspectiva teórica, dijimos, sólo el poder de Dios es verdaderamente absoluto. Pero también, el derecho natural y las leyes fundamentales del reino convierten al poder del monarca en una obligación el rey no puede abdicar porque él no puede decidir si dispone o no de la Corona y a su vez se convierte en una función no personalizada, una institución. Pero por otro lado, los soberanos debían “negociar permanentemente con los estados generales, los parlamentos, los cuerpos constituidos, y tomar en consideración las costumbres, las libertades, los privilegios”. La revuelta de La Fronda, originada en el Parlamento de París, al menos en un primer momento, parece poner en cuestión al absolutismo. Sin embargo, a diferencia de la Revolución Holandesa, La Fronda mantiene los valores de una teoría descendente del poder, puesto que se rebela contra el abuso fiscal de Mazarino como primer ministro y de la regente, pero no contra el rey mismo ni la institución monárquica. Resulta en cierta medida paradójico que el resultado final de La Fronda sea el fortalecimiento del rey Luis XIV, considerado por la historiografía el mayor monarca absoluto.


En cuanto a la indivisibilidad de la soberanía, Bonney interpreta que esta no se rompía cuando un monarca delegaba comisiones, puesto que, a diferencia del modelo concejil español, los intendentes y funcionarios franceses nunca ejercieron poderes soberanos por derecho propio “a excepción de las instancias específicas en las que la Corona les daba autorización para hacerlo.” Si la soberanía legislativa indivisa residía exclusivamente en el rey, los intendentes o funcionarios eran simplemente sus agentes que la ejercían en su nombre bajo autorización explícita del monarca.


En el segundo caso que analizamos, los Países Bajos, encontramos que justamente, la soberanía aquí sí está dividida: entre las provincias; en los organismos de gobiernos (asambleas municipales, provinciales y Estados Generales); y entre dichos organismos y el estatúder una vez consolidada la República. Cabe destacar que, si bien los Países Bajos forman un Estado distinto al español o al francés y que para ello toman conceptos ideológicos distintos, es interesante que habiendo estado bajo dominio de los Habsburgo apliquen una concepción ascendente de la soberanía al igual que esbozamos para España. Con esto no quiero hacer una simplificación excesiva sino una observación pertinente.


La revuelta de los Países Bajos contra el gobierno de España comienza con una justificación religiosa, pero luego se fundamenta en la tradición de los “privilegios” que permitían a los Estados Generales controlar la actuación del monarca como si fuera un “acuerdo mutuo” para finalmente socavar su poder y proclamar su independencia. Esto no contradice necesariamente la teoría de soberanía de Bodin, que también sostiene que un príncipe debe mantener los contratos y promesas pactados. Pero los revoltosos de los Países Bajos llevan este argumento al extremo, entendiendo que los Estados Generales eran “depositarios de una parte inalienable de la soberanía”, y por ende les era legítimo rebelarse cuando sus derechos fueran violados. Apelando a los mismos principios que la monarquía francesa, los holandeses justificaban la resistencia armada.


La concepción sobre la que se basaban estas ideas era, en cierta medida, la de “soberanía popular”, aunque no estuviera concretamente así formulada. Provenía en parte de las tradiciones españolas y en parte del calvinismo, junto con otras ramas del Protestantismo que habían difundido sus ideas políticas en los Países Bajos. La conjunción de estas bases ideológicas y de los fundamentos -primero religiosos luego centrados en la concepción de soberanía- pusieron en cuestión por primera vez en Europa al dogma político de obediencia y fidelidad al príncipe soberano. La soberanía pasaba así a las asambleas de sus Estados Generales y provinciales y a los consejos municipales. Pero tras la revuelta y con el acontecer de los hechos, esta soberanía se fue transformando, hasta convertirse – según Tenenti- “en un equilibrio fecundo, aunque no exento de tensiones, entre el poder de [estos estados] y el de los estatúderes.”


Ahora bien, Glete aporta al análisis del caso de los Países Bajos que esta posibilidad de un sistema federal –en su definición, opuesto a la centralización de las monarquías absolutas- no es síntoma de un Estado débil sino de un Estado fuerte y poderoso. Símbolo de ello es, para el autor, la ausencia de revueltas internas o el poderío naval y comercial de la República. Este Estado responde a la “covergencia de intereses” de las elites provinciales (económicas y políticas) que forman un sistema político “contractual y consultivo”, eliminando la necesidad de un príncipe gobernante. En otras palabras, la clave del éxito de la República fue, para Glete, el marco constitucional “creado a consciencia para la articulación de los intereses y la toma de decisiones, en el que los grupos de elite socioeconómica participaban de forma directa en la administración del Estado”. Así, tendríamos el modelo de un Estado construido desde “abajo” (aunque por abajo nunca nos referimos a la plebe sino a la burguesía comercial) en contraposición al modelo soberano de un Estado construido desde arriba, como es el caso del absolutismo francés.

Lucía Gracey

Citas y Bibliografía

Ver VIROLI, Maurizio. De la política a la razón de Estado. La adquisición y transformación del lenguaje político (1250-1600), Madrid, Akal, 2009 (1992), introducción (pp. 35-44), capítulo 3 (pp. 161-212) y epílogo (pp. 317-331).

FOISNEAU, Luc. “Sovereignty and Reason of Sate: Bodin, Botero, Richelieu and Hobbes”, en Howell A. Lloyd (ed.), The Reception of Bodin, Leiden, Brill, 2013, (traducción de la cátedra), p. 8.

Foisneau, L., Op. Cit., p. 4.

Bodin, Jean, Les six libres de la République, 1576, libro I, p. 79.

Bodin, J. Op. cit., p. 91.

Ibídem, 91-95.

Foisneau, L., Op. Cit., p. 5.

Bodin, J. Op. cit., p. 91

Bodin, J. Op. cit., p. 85.

Ibídem, pp. 79-80.

Ibídem, p. 87.

Foisneau, L., Op. Cit., pp. 7-9.

BONNEY, Richard. “Bodin and the Development of the French Monarchy”, Transactions of the Royal Historical Society 40 (1990) (traducción de la cátedra), p. 4.

Bonney, R. Op. Cit., p. 13.

BÉLY, Lucien (dir). Dictionnaire de l’Ancien Régime, Paris, Quadrige-PUF, 2006 (1996), artículos “Absolutisme” (Monique Cottret), p.1.

Foisneau, L., Op. Cit., p. 10.

Bély, L. Op. Cit., p. 17.

Foisneau, L., Op. Cit., p. 12.

Bély, L. Op. Cit., pp. 9-11.

Bély, L. Op. Cit., p.1.

Ver ZAGORIN, Perez. Revueltas y revoluciones en la Edad Moderna, Madrid, Cátedra, 1986 (1982), vol. II, cap. XIII, pp. 220-259.

Bonney, R. Op. Cit., p. 9.

TENENTI, Alberto. De las revueltas a las revoluciones, Barcelona, Crítica, 1999 (1997), capítulos 2-3, p. 55.

Tenenti, A., Op. Cit., p. 57.

Ibídem, p. 60.

Ibídem, p. 61.

Ibídem, p. 74.

GLETE, Jan. War and the State in Early Modern Europe: Spain, the Dutch Republic and Sweden as Fiscal-Military States, 1500-1660, London, Routledge, 2002, cap. 4, (traducción de la cátedra), p. 7.

Glete, J, Op. Cit., pp. 9-10.

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