Vientos de Semana Santa | Crónicas de España | Huellas de la Historia
- Abril Gavuzzo
- 17 abr
- 2 Min. de lectura

Escribo hoy sentada en un escritorio que no es mío, en una casa que huele distinto a la mía, sobre una calle que no conozco; mientras por la ventana cae una lluvia incesante que golpea aquellos balcones que me resultan tan ajenos. No veo el almacén de Guille, ya no me saluda Mimi.
Escribo hoy mientras recorro los angostos pasajes de una ciudad que nunca había estado en mis recurrentes fantasías viajeras (esas que merodean mis sueños desde que tengo memoria), me deslizo de acá para allá como una inquieta pieza de rompecabezas que no sabe bien en dónde encajar estos bordes erosionados de tanta andanza, de tantas horas en el cielo.
Mis pies se ponen en marcha y salen a la avenida, sin rumbo fijo, balanceándose entre la amargura de no conocer el camino y la maravilla de lo nuevo. Deambulo por las calles y me pierdo entre la gente, presto atención a sus miradas. Están empañadas, ansiosas, hambrientas. Algo está por venir. Apretados frente a las vallas, todos esperan ver pasar los tronos, admirarlos en silencio, tomarles una foto y secarse las lágrimas, para luego consultar cuándo llegará el próximo. La música sacra de la orquesta que se aproxima, el olor a incienso que inunda la ciudad y el imponente trono que se acerca lentamente tambaleando sobre los hombros de los cofrades generaban un clima denso, una bruma que calaba hasta los huesos del más ateo.
La fe se hacía tangible. Me quedé camuflada entre ellos con la intención de contagiarme eso que no supe describir. La fe se podía tocar. Se podía respirar. Se podía ver, en todos y cada uno de los ojos aguados que esperaban que un Nazareno los vea y les obsequie una estampita. Yo, una joven y sensible periodista argentina criada en familia agnóstica, empecé a sentir en ese momento que quizás Dios sí estaba caminando por las calles de Málaga (las mismas que hasta hace un rato se me hacían lejanas). Nos ha dejado espléndidas metáforas y una doctrina del perdón que puede anular el pasado, dijo Borges.
Los miro y cuestiono mi fe. Los miro y miro al abismo, que me devuelve la imagen de una figura chiquita corriendo dentro de un mundo sin respuesta, corriendo como si todo estuviera por acabarse, con la insoportable certeza de no tener dónde refugiarse ante una lluvia repentina o un mañana vago, tan letárgico como abrumador.
Entonces emprendo la retirada. Vuelvo a caminar estas angostas calles laberínticas, entro a esta casa que no es mía, a ocupar este escritorio que le pertenece a otra persona, a acostarme en este colchón amoldado a otro cuerpo, desesperada por ponerme a escribir con la certeza de que mis palabras tenderán acaso una suerte de puente y harán un poco mío todo esto tan ajeno.
Abril Gavuzzo
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